PERIODISTAS PARA EL SIGLO DE LA INFORMACIÓN:
CLAVES PARA FORMAR A LOS NUEVOS COMUNICADORES


Arturo Merayo Pérez
Profesor de Comunicación e Información Radiofónica
Facultad de Comunicación. Universidad Pontificia de Salamanca


 

En defensa de las Facultades

Cuando en 1971 los estudios de comunicación social se incorporaron a la Universidad, algunas cosas muy importantes comenzaron a cambiar . Insertar el periodismo en la educación superior supuso abandonar la vieja y trasnochada idea de que pudiera ser considerado periodista todo aquel que hiciera gala de una buena pluma o de gran facilidad de palabra. Este concepto romántico del periodismo había estado bien para la época de Larra e incluso pudo mantenerse durante más de un siglo, pero el grado de complejidad creciente exigía adaptaciones profundas. Soria lo ha explicado con mucha precisión al escribir: "Cuando cualquier profesión adquiere un determinado grado de complejidad, solamente se puede responder de ese servicio profesional con la competencia y la idoneidad que da su preparación. Hace falta desconocer la profesión informativa, pretender confinarla a un permanente subdesarrollo, o tomar como característico de la información sus actividades más fáciles, rutinarias o burocratizadas, para no advertir la creciente complejidad intelectual, ética, jurídica y técnica de la información contemporánea" .

El cambio más significativo fue, por tanto, dotar al periodismo de una carta de naturaleza tal que pudiera considerarse una profesión -y no un oficio- destinada al servicio del público y cuya finalidad más alta y fundamental fuera el cumplimiento del Derecho a la Información recogido en el artículo 10 de la Declaración de los Derechos Humanos . Esa y no otra es la razón principal que justifica su presencia en la Universidad.

La Universidad española, al introducir en el ámbito académico la docencia y la investigación en materia de comunicación social abrió un nuevo camino que con posterioridad han seguido después muchos países europeos.

Quede por tanto perfectamente claro desde el principio que soy ferviente partidario de lo que con un nombre más bien pomposo se han llamado Facultades de Ciencias de la Información, precisamente porque creo que la formación de los periodistas resulta clave para el correcto desarrollo de las sociedades democráticas.

A pesar de los pesares

Ahora bien, esto no puede inducirnos a pensar que la formación que se ha impartido hasta ahora en las Facultades de Comunicación haya sido la más adecuada. Porque no lo ha sido. De hecho, no es infrecuente escuchar cómo algunos profesionales del sector critican -unas veces sin razón pero otros muchas con tino- la actuación de los centros universitarios. Hay que reconocer con sinceridad que durante estos últimos veinticinco años las Facultades de Ciencias de la Información han dado tumbos, han vagado entre incertidumbres y han cometido muchos errores. Y no es extraño que así haya sucedido: por una parte, porque dichas Facultades son recientes y no cuentan con la tradición secular de otros estudios universitarios; por otra, porque el mismo objeto de estudio -la comunicación en general y la información periodística en particular- es un fenómeno extremadamente complejo y sometido a permanentes cambios. Las Facultades de Ciencias de la Información se han topado así con al menos seis problemas de difícil solución:

a) El desconocimiento de la profesión periodística por parte de muchos de quienes configuraron los planes de estudio, lo que acabó impregnándolos de una orientación muchas veces inadecuada, más cercana a otros campos de la investigación que a los específicos del periodismo.
b) La ausencia de un cuadro de profesores conveniente formado en Ciencias de la Información. Las nuevas Facultades necesitaron varios años para disponer de doctores propios y muchos más para constituir departamentos integrados por verdaderos especialistas y no por advenedizos. Muchos aterrizaron en Periodismo desde otras Facultades, tentados por una plaza laboral cuya dimensión académica les resultaba indiferente.
c) La permanente tendencia de la Universidad española a rechazar en sus claustros a personas procedentes del mundo profesional que pudieran compatibilizar su ejercicio periodístico con la docencia universitaria. En ocasiones, es cierto, los profesionales del periodismo -incluso los excelentes y prestigiosos- demuestran una incompetencia docente preocupante y una falta de sistematicidad que les resta eficacia en las aulas universitarias. Pero también es cierto que en otros muchos casos, los profesores universitarios de Periodismo han aprendido la profesión en los libros y de ellos no han levantado la cabeza, con lo que su eficacia real ha quedado también muy en entredicho. Encontrar un perfil de profesorado adecuado que combine armoniosamente los investigadores e intelectuales que una Facultad precisa con los profesionales competentes capaces de hacer docencia universitaria no se consigue en pocos años.
d) La ausencia de un corpus de doctrina preciso: ha habido que configurar programas nuevos y crear prácticamente desde la nada nuevos textos y manuales, que en el caso de otras carreras están perfilados desde hace muchos años.
e) A estos problemas habrán de sumarse los administrativos y económicos propios de un tipo de formación que precisa equipamientos costosos sometidos a cortos periodos de amortización: ordenadores, estudios de radio, televisión y fotografía, bases de datos informatizadas, y eso sin mencionar el coste de los estudios de cinematografía.
f) Finalmente, y no es un inconveniente pequeño, las Facultades de Ciencias de la Información han estado tradicionalmente masificadas, en razón de la política educativa, del aumento de estudiantes universitarios españoles y de la moda de estudiar Periodismo. Quizá los tres factores estén cambiando y, de hecho, el descenso de natalidad que ya se aprecia en la Universidad puede propiciar una situación más favorable para ofrecer una enseñanza que por sus características ha de ser personalizada no sólo en los centros privados sino también en los de carácter público.

El panorama era descrito así por el Decano de la mayor Facultad de Ciencias de la Información: "Periodistas, a los que en lugar de formar adecuadamente al máximo nivel y rango académico para que ejerzan libre y responsablemente su profesión, proporcionándoles recursos humanos y materiales adecuados, son hacinados en Facultades precariamente dotadas, esperando el milagro cotidiano de que reciban sus clases y hagan las correspondientes prácticas a expensas de vocaciones docentes cada vez más escasas" .

Con todo, es posible ser optimista, dado que todos los problemas anteriormente mencionados se están solucionando. La mayor parte de ellos precisaba de tiempo y otros tenían como principal origen una mentalidad poco abierta al fenómeno comunicativo. Afortunadamente, la situación está cambiando y, al menos yo, juzgo que, a pesar de los pesares, las Facultades han dado pasos decisivos en este primer cuarto de siglo de existencia que, como sucede en todo lo que comienza, probablemente hayan sido los más duros y difíciles.

El futuro que viene

El cambio de milenio nos ha sumergido, casi sin darnos cuenta, en un cambio de era, en una verdadera revolución de consecuencias insospechadas. Una revolución marcada por la telemática, la robótica y las autopistas de la comunicación: la era de la cibercultura. Una revolución radical, como lo fuera aquella del Neolítico, y las otras más recientes, la del siglo XVIII -revolución del carbón y del acero- o la del XIX, la de la energía eléctrica. Un convulso cambio de esquemas, todavía no sabemos si con consecuencias favorables o perjudiciales. Cambiarán -están cambiando desde hace veinte años- las relaciones sociales, los modelos de producción, la distribución económica, el concepto del trabajo y del ocio, las costumbres, las actitudes, los valores, las creencias...

La revolución tecnológica, al introducir nuevos elementos en el sistema comunicativo, está modificando el número y la naturaleza de los soportes técnicos y, por consiguiente, los hábitos de consumo y el modo de vida de los ciudadanos. Por eso a menudo nos parece que el mundo -y quizá también nosotros mismos- estamos patas arriba. Aunque intuimos que mañana habrá nuevas sorpresa, no sabemos cuáles serán, y el ritmo de los cambios no sólo produce vértigo sino que nos conduce hacia un punto desconocido. Corremos muy deprisa pero no sabemos hacia dónde…

Sea cual sea nuestro destino, en esta revolución basada en las comunicaciones no hay vuelta atrás posible. Y en ella, el papel crucial va a ser desempeñado por los medios -los tradicionales: prensa, radio y televisión- y, sobre todo, por los nuevos, aquellos basados en la informática, la robótica y la telemática. El negocio de la comunicación en su más amplio sentido está llamado a ser el más importante del mundo y será este sector el que genere más puestos de trabajo durante los próximos cincuenta años en el mundo desarrollado.

Las dos grandes preguntas

Hoy son ya muy pocas las personas que con argumentos serios cuestionan la conveniencia de las Facultades de Ciencias de la Información y de hecho, las empresas optan mayoritariamente por profesionales universitarios formados en dichos centros.

Ahora bien, es preciso no detenerse aquí y formular una pregunta decisiva: ante el reto de los nuevos medios, en el momento de encarar el siglo XXI cuando se habla de la globalización informativa, en una época en la que intuimos que vivimos una revolución informativa de impredecibles resultados, ¿cómo ha de ser la formación de los periodistas del futuro?

Esta pregunta me parece decisiva y creo que debería ser objeto de permanente debate en el seno de las Facultades. La cuestión es por tanto: ¿Qué hay que enseñar? Y a esta pregunta le sigue otra no menos importante: ¿Cómo hay que enseñar? Son dos cuestiones que van unidas y resultan relevantes no sólo para la formación de los estudiantes sino para dotar a la sociedad de una profesión periodística eficaz y responsable.

Digamos antes que nada que el debate sobre lo que hay que enseñar corresponde a los profesores de Periodismo, de Comunicación Audiovisual y de Publicidad y a las empresas del sector que conocen las necesidades profesionales mejor que nadie. No compete a otros académicos, aunque con muy buena voluntad se presten a aconsejar acerca de lo que no conocen más que de lejos. Tampoco compete a los alumnos por motivos que me parece innecesario explicar. Y digo esto porque con la Comunicación y el Periodismo sucede como con la educación de los bebés: todo el mundo se siente capacitado para opinar; todo el mundo sabe qué tiene que comer el niño, cuándo tiene que dormir y cómo sacarle de los catarros. Todo el mundo por el hecho de leer el periódico cree saber de periodismo, y todo profesor universitario por el hecho de llevar varios años dictando clases se cree un experto en comunicación. No es así y conviene que cada uno hable de lo que sabe. De manera que a la pregunta de qué hay que enseñar es preferible que respondan sólo algunos.

Del mismo modo, sostengo que para responder a la pregunta de cómo hay que enseñar, la mayor parte de los profesores necesitamos ayuda de expertos. Necesitamos que se nos evalúe, que se nos corrija, que se nos oriente; hemos de conocer técnicas pedagógicas, sistemas de evaluación, saber cómo suscitar clases participativas y dinámicas, aprender a motivar, aprender a corregir, aprender a estimular; alguien nos tiene que echar una mano para que podamos utilizar en el aula las nuevas tecnologías con eficacia, para que podamos estructurar una clase de modo que resulte interesante; alguien nos tiene que enseñar a hablar en público… El profesor ha de estar aprendiendo siempre y no sólo contenidos con los que poder instruir sino también procedimientos para educar en el placer de aprender. Mientras los profesores de Comunicación no mejoremos nuestro propio modo de comunicar no avanzaremos gran cosa y aquí, la ayuda de los pedagogos a través de un permanente reciclaje profesional me parece indispensable e incluso urgente a la vista de lo que conozco y me cuentan.

¿Qué hay que enseñar?

La verdadera dificultad de las nuevas tecnologías radica en la distribución: ¿Quién regulará las infopistas? ¿Qué trabajo desempeñará el periodista en el nuevo proceso? ¿El que distribuya también elaborará los contenidos? ¿Cómo lo hará? ¿Cuáles serán las garantías de calidad y servicio?

La nueva sociedad vertebrada por las nuevas tecnologías, ahogada en un océano de ofertas, demandará expertos con capacidad para bucear entre innumerables datos, informaciones, imágenes y sonidos, y adiestrados para poder sortear las trampas de aquellas ofertas comerciales enmascaradas. En los nuevos informadores habrá que delegar las tareas de búsqueda, sencillamente porque el ciudadano no dispondrá de tiempo ni sabrá cómo seleccionar lo que verdaderamente demanda.

Como en la nueva revolución todos los medios serán multimedios, la verdadera especialidad de los futuros profesionales de la información será la capacidad de trabajo en todos ellos, seleccionando e interpretando información con la suficiente creatividad para diseñar agradablemente esa información. Cómo se obtiene, procesa, archiva y difunde la información será cuestión menor y rutinaria. Nadie enseña hoy en una Facultad a escribir a máquina ni tiene demasiado sentido enseñar a manejar unos sofisticadísimos aparatos que después nunca serán los mismos con los que trabajará el alumno y que, por otra parte, requieren pocas semanas de adiestramiento. Lo interesante es saber seleccionar sobre qué hay que comunicar y cómo hacerlo. La nueva sociedad demandará de los profesionales de la información básicamente tres cosas: criterio, creatividad y honradez. Eso es lo que a mi juicio tienen que enseñar los centros universitarios.

Y es que, tal y como ha apuntado Juan Luis Cebrián, "más información no deviene, necesariamente, en mejor información. La cantidad sólo puede ser sinónimo de calidad si somos capaces de discernir entre unos datos y otros, si distinguimos las referencias básicas sobre las que apoyarnos y las directrices mínimas sobre cómo conducirnos. La educación tiene ante sí la inmensa tarea de determinar los valores y criterios esenciales que nos permitirán comportarnos en la vida" .
La clave de esta sobresaturación informativa que ya podemos considerar presente entre nosotros radica en el contenido, pero un contenido contextualizado. Juan Antonio Giner, miembro del Center for Information Policy Reseach de la Universidad de Harvard, ha explicado gráficamente que las empresas informativas serán en el futuro refinerías informativas, auténticas bodegas digitales en las que lo importante será el vino y no la botella. Y es que la gente nunca ha comprado tecnologías sino contenidos.

Los medios son como los restaurantes: la diferencia entre ellos no radica en la decoración ni siquiera en el servicio, sino en los cocineros: hay redacciones que sirven la información cruda, y hay redacciones que dominan el arte de elaborar la información. La ventaja competitiva por excelencia será la distinta capacidad de refinar información, valor añadido que se medirá según el octanaje final que nuestros profesionales sean capaces de obtener a partir de una materia prima que es común a casi todos. Estamos en un cambio radical en el que no va a interesar tanto la manu-factura como la mente-factura.

La Universidad en general y desde luego las Facultades de Comunicación en particular no pueden ser un lugar para tomar al dictado unos apuntes que periódicamente se vomitan en unos cuantos exámenes para después, inmediatamente, olvidarlos para siempre. Y sin embargo, tengo la sospecha que más de una asignatura se resume en este triste proceso de instrucción de conocimientos que, a mi modo de ver, suele servir para poco.

Esta técnica pudo tener su sentido en otros momentos. Hoy no. Y mañana desde luego mucho menos. Nos encaminamos hacia un nuevo mundo que requerirá profesionales de la información muy diferentes: profesionales no con muchos conocimientos sino con criterio, con creatividad y con honradez. Por eso "tenemos que reinventar y reconstruir nuestro concepto de educación, adaptándolo a un mundo en el que los alumnos no solamente reciben conceptos sino que los crean y los transmiten a los demás" .

El reto en el futuro de la docencia ya no será suministrar instrucción universitaria, sino proporcionar las claves para poder encontrar la información más fidedigna, comprenderla y transmitirla adecuadamente. Por ejemplo, la cuestión no va a ser tener leer un determinado libro -puesto que innumerables títulos estarán al alcance de cualquiera- sino despertar el deseo de leer, enseñar a elegir la lectura y poder asimilarla con criterio integrándola en el conjunto del saber personal. Luego, será preciso comunicar lo aprendido con originalidad y eficacia.

Esto significa que los grandes retos del docente han de orientarse en las siguientes direcciones:

a) Enseñar a buscar, para poder investigar con discernimiento en una oferta desbordante.
b) Enseñar a entender, captando la esencia de los conceptos, relacionando causas y consecuencias, infiriendo conclusiones de interés e integrando lo aprehendido en los conocimientos de los que anteriormente ya se disponía.
c) Enseñar a aplicar el sentido crítico para discernir, para matizar, para avanzar, y aplicar dicho sentido crítico a uno mismo y a su propia actuación personal.
d) Enseñar a comunicar, a expresar las propias ideas en un marco abierto al diálogo y al respeto mutuo.

Cómo lograr estos cuatro aspectos básicos es algo que no es posible resumir aquí. Pero cada profesor, en función de los objetivos de la materia que imparte y del tipo de alumnos a los que enseña, ha de reflexionar acerca del modo más oportuno de lograrlo. Obviamente, esta actitud exige un mayor grado de exigencia tanto por parte del docente como por parte del estudiante pero, en contrapartida, proporciona más y mayores satisfacciones.

Esta nueva dimensión personalizada de la educación superior no será posible si no se fundamenta en el cariño. El componente afectivo en el proceso de aprendizaje no es algo que deba limitarse a la enseñanza primaria; un profesor que aprecia sinceramente a sus alumnos, siempre sabe encontrar la manera de ayudarles en su desarrollo personal e intelectual. Por el contrario, si demuestra una actitud indiferente nunca logrará enseñar lo verdaderamente importante: quizás tan sólo logre -y eso en el mejor de los casos- transmitir conocimientos, lo que resulta algo interesante pero a todas luces insuficiente.

La cuestión -insisto- no radica tanto en la transmisión de conocimientos como en la configuración de actitudes. Es preciso que cada uno de los futuros periodistas demuestre rasgos de personalidad definidos: adaptabilidad a las nuevas circunstancias, capacidad de iniciativa, autoestima, sociabilidad, disciplina y fortaleza, dinamismo, resistencia a la frustración, madurez intelectual y emocional, capacidad de trabajar en equipo… Al mismo tiempo es preciso adiestrar en aptitudes y habilidades tales como la fluidez y la flexibilidad verbal, la creatividad, la capacidad de observar y escuchar, la comprensión verbal, la empatía, la capacidad de motivación y de persuasión… Nada de esto se puede enseñar a otros si no se tiene: el mejor predicador -dicen- es Fray Ejemplo.

La tarea, como puede suponerse, no es en absoluto sencilla pero el reto es sin duda atractivo. La ha sido siempre y lo es hoy también, pero resultará imprescindible en el futuro. El cambio en los próximos años será sustancial: si durante el siglo pasado el periodismo era algo dirigido a pocos y durante el XX se popularizó hasta el punto de estar orientado a muchos -incluso a masas-, en el próximo milenio la comunicación social se adivina progresivamente más personaliza: el periodismo se orientará a cada uno. Cada lector, cada oyente, cada espectador dispondrá no sólo de más ofertas a su alcance, sino de más tiempo para el consumo; es de esperar que demuestre también mayores niveles de exigencia con respecto a la calidad de la información y el entretenimiento. Todo ello vuelve a indicar que el periodista del siglo XXI ha de estar fundamentado en el trípode decisivo: criterio, creatividad y honradez.

La Universidad ha de apostar decididamente por una formación así para los nuevos profesionales, haciéndoles capaces de servir con eficacia a los públicos. Sólo de este modo podrá sentirse orgullosa de sí misma, colaborando activamente -lejos de actitudes cansinas, escépticas o rutinarias- al desarrollo individual y al progreso social.